Nunca he entendido el fútbol como
una batalla, no creo que sea demasiado positivo que las madres sean las
protagonistas de un triunfo en las semifinales de la Copa de Europa por haber
parido unos hijos con los huevos tan grandes, no pienso que haya que quemar
ningún árbol de ninguna ciudad… Las
declaraciones pesan demasiado y son en exceso soberbias y agresivas. La única realidad es que a las semifinales de
la competición de clubes más importante del mundo han llegado tres equipos
altamente especuladores y que, tras ver cada partido, tengo una sensación de
cansancio que creo haber estado presente en cada una de esas batallas brutales. Sinceramente, me parece inconcebible que un
equipo alcance la final de la Copa de Europa jugando a un ritmo endiablado
desde la Supercopa, en agosto, hasta finales de mayo, tan solo por el hecho de
que algunos de esos jugadores van a ir a disputar la Copa del Mundo de Brasil y
no sé si les restara algún mínimo arresto para afrontar lo que se les viene
encima. Y después, quince días de
vacaciones (que nunca son tales para un deportista de alto nivel) y otra vez a
la carga. No hay cuerpo que lo soporte
ni amante del buen fútbol que no se eche las manos a la cabeza ante el flojo Mundial
que se nos avecina, tanto por el agotamiento como por las nuevas tendencias
conservadoras que vienen a imponerse otra vez ante la alicaída situación (me
niego a hablar de crisis ni de fin de ciclo ni nada por el estilo) tanto del
Barcelona como del equipo de Pep.
El
martes pasado pudimos presenciar un indigno partido para tan elevada cita, un
empate a nada, que no a cero. Un partido
en el que un equipo que disfruta y se enorgullece de tener menos el balón que
el rival, disfrutó de su posesión durante un 63% del tiempo ante la desidia de
su desdichado rival, aquel que “no se presentó” ya a jugar una semifinal en el
Camp Nou con Di Matteo en el banquillo; y cuyo entrenador tampoco “se presentó”
dos años antes, en la misma ronda y el mismo escenario; un equipo que presenta
a un extraordinario futbolista, como David Luiz, en el centro del campo para no
hacer nada en absoluto, un centrocampista que solo pretendió dar 27 pases en
todo el partido (ciento un minutos) y que únicamente lo logró en 14, alcanzando
la lamentable cifra de una asociación con un compañero una vez cada ocho
minutos.
Por
desgracia para los que amamos el fútbol, esta práctica tiende a extenderse
entre los equipos más grandes y cada vez resulta más difícil reconocer a un
equipo cualquiera, yermo de un estilo propio, en el concierto europeo.
En
el caso español, los dos grandes tienen el absoluto dominio de todos los
estamentos futbolísticos y el aficionado medio, aquel que en un país que se cae
a cachos y en el que la clase media se ha transformado en una triste clase
media-baja que alcanza el umbral de la bajeza, no puede permitirse ver en su
casa a los grandes porque ellos ya se han blindado televisivamente y sus partidos
no se ofrecen en directo.
Pero
ante las exhibiciones de cojones y de estrategias preparadas del Atlético, las
de músculo y velocidad del Madrid, y las de indefinición y cambio hacia la
profundidad del Barcelona, muchos somos los que nos alegramos de no haber visto
sus decadentes partidos y haber disfrutado, en cambio, de muchos y muy buenos
encuentros del Athlétic gracias a su dominio del cambio de orientación y las
continuas llegadas por banda y al área rival, de la exhibición del Celta de
esta semana, del buen fútbol, equilibrado por parte de las no estrellas pero
buenos entendedores del juego, de la Real Sociedad, del virtuosismo en el toque
del Rayo Vallecano, o del juego milimétrico y bienintencionado de un
Villarreal, que sabe bien lo que es un proyecto de un pequeño que juega con
frecuencia a ser grande.
No
cambiemos pues las reglas del juego: los grandes a lo suyo, y nosotros a lo
nuestro, que es disfrutar. Solo lo
siento por nuestra selección, que tanto nos regala y a la que tan poquito
ofrecen nuestros clubes ¿grandes?
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