martes, 25 de octubre de 2016

jueves, 6 de octubre de 2016

OTROS TIEMPOS



             Hubo un tiempo en que la unificación horaria era una virtud, que los equipos del norte acostumbraban a jugar a las cuatro y los del sur a las seis, así que se decidió que todos los partidos debían comenzar el domingo a las cinco de la tarde, lo que permitía un carrusel radiofónico memorable.  En aquel tiempo los transistores eran los grandes protagonistas de las tardes de los domingos.  Las excepciones las protagonizaban los partidos adelantados al sábado por competiciones europeas y el partido ofrecido por televisión, compartiendo con la jornada sabatina de baloncesto otro extraordinario carrusel.  La televisión ofrecía el mejor partido de la jornada, el de interés general, y se jugaba a las ocho y media o a las nueve, para que los espectadores pudieran llegar a casa antes de medianoche y para que los telespectadores no se quedaran dormidos en el sofá.  Y, por supuesto, lo ofrecía la televisión pública.  En este tiempo ya existía Estudio Estadio, que era un programa de resúmenes de los partidos, con buen registro lingüístico, en el que se hablaba en pretérito perfecto compuesto y jamás se oía término callejero alguno.  Después llegaron las televisiones privadas, y a una se le ocurrió que era mejor centrarse en lo que pasaba en la grada (bocatas, mocos de niños, la abuela del Betis…) o seguir a algún jugador para alimentar la polémica de sus actos.  También esta cadena entendió que era mejor pagar, así que los ricos empezaron a ver un partido los domingos a las siete y media, y los pobres nos conformábamos con intentar descifrar, en método codificado, igual un balón el domingo por la tarde que un pezón el viernes de madrugada.
                Hubo un tiempo en que los niños soñábamos con el fútbol, y no queríamos ser entrenadores sino jugadores, periodistas, polis montados a caballo o vendedores de almohadillas.  Qué importaba, lo único necesario era el olor a césped cortado y recién regado, y a puro, y al viento de la tarde que, poco a poco te estremecía.  El bocata y la bota de vino en el descanso, las pipas, el vendedor de coca-colas con su cubo lleno de hielo colgado al hombro, paseando por la grada y gritando la mercancía.  En aquel tiempo, nadie llevaba la camiseta de su equipo (¡quién podía permitirse tal dispendio!) pero sí una bandera.  Y en el fondo ondeaban las más grandes, preciosas, generando un colorido espectacular.
                Hubo un tiempo en que nos sabíamos los nombres de los estadios por los goles cantados en la radio por narradores que reconocíamos al instante, que en prensa solo se trataban los temas importantes, que las columnas se reservaban para las mejores plumas, que los comentaristas de televisión sabían distinguir la pausa televisiva ante el espectador activo, que ya dispone del elemento visual, de la ferocidad del micro radiofónico ante el espectador impaciente por tratar de imaginar lo que no puede ver. 
En aquel tiempo, podíamos reconocer un estadio con solo echar un rápido vistazo, igual que los equipos contendientes porque los colores no admitían discusión (tampoco los segundos colores).  Aquellos estadios rebosaban de vida, no se llamaban Nuevo Estadio porque eran el original y tenían alma propia porque eran al club mucho más que un lugar de juego.  Se jugaba en Atocha, en Sarriá, en La catedral, en el Luis Sitjar, en el Insular y en tantos otros que no representaban la megalomanía de sus presidentes, sino el espíritu del Naranjito, que tanto ayudó a colocar a nuestro país, en plana Transición democrática, en el escenario mundial.
Hubo un tiempo en que los equipos eran inconfundibles porque sus plantillas eran duraderas, porque la gente de la tierra era mayoritaria y solo se admitía la presencia de dos extranjeros por plantilla.  Los equipos no fichaban más de dos o tres jugadores y se recriminaba a quien se excedía.  En aquel tiempo las camisetas se numeraban del 1 al 11 porque importaba la posición que el número indicaba y no el portador de la prenda, el Balón de Oro no tenía valor altamente reconocido porque los premios individuales se supeditaban a los logros colectivos, nadie se señalaba el nombre en la camiseta tras marcar un gol porque no existían, porque la camiseta era del club, idéntica para todos y no para cada jugador.  En aquel tiempo los jugadores celebraban los goles con alegría y con los brazos alzados en señal de “V” de victoria.  No se concebía la celebración rabiosa, la autoafirmación, las celebraciones escenográficas de mal gusto ni levantarse la camiseta.  Esto último es normal: nadie tenía que mostrar sus abdominales poderosas, que se consideraban buen logro para un atleta pero no para un futbolista, que era, por lo general, espigado, delgado y feo.  Pero llegó Julen Guerrero y las fans enloquecieron, como con sus cantantes favoritos, y llegó la prensa rosa, que se metió en el vestuario como venían haciendo en las plazas de toros, y las medias dejaron de estar caídas para mostrar una pose de deportista, alejada del ser desgarbado pero hábil y rápido.  En aquel tiempo, la técnica se imponía a la táctica, los ataques a las defensas y la velocidad a la fuerza.
Hubo un tiempo en que se respetaban las etapas vitales del hombre y el fútbol base era cosa de los clubes no del público en general.  El aficionado seguía al filial pero se respetaba a los niños y a los juveniles, y no se televisaban sus partidos para permitirles madurar.
Hubo un tiempo en que las pretemporadas eran diseño de los técnicos, que proponían una breve concentración y gran cantidad de partidos en España.  Los grandes trofeos eran el Carranza, el Teresa Herrera, el Colombino o el Ciudad de la Línea.  Allí siempre acudían los grandes, que empezaban a mostrar su nuevo perfil de cara a la temporada que se avecinaba.  También se jugaba en Alicante o en Mallorca, para que los aficionados que se encontraban en la playa pudieran acudir ya a ver a su equipo.  En aquel tiempo, los dos grandes de la capital tenían un gran torneo veraniego, que no se jugaba contra un equipo de orden muy inferior, sino contra un grande europeo.  No era un torneo para guiris, sino el primer partido “oficial” porque el aficionado ya estaba deseoso de grandes sensaciones.
Hubo un tiempo en que los grandes de Europa apenas se veían las caras pero, cuando lo hacían, había algo muy grande en juego.  Estas eliminatorias eran míticas y se recuerdan en las mentes de los aficionados por muchos años que hayan pasado.  Los partidos para sumar puntos en liguillas insípidas, con afán recaudatorio no entraban en la mente de ningún aficionado.  En aquel tiempo, el campeón de Europa era el mejor equipo de Europa, no el más resistente a lo largo de los meses.  Nadie tiraba una competición: la Copa del Rey y la Copa de la UEFA tenían un gran valor.  Eran, como hoy, las competiciones de la ilusión por jugar al fútbol.
Hubo un tiempo en que se respetaban los tiempos de descanso, que los jugadores jugaban solo un partido semanal en muchas ocasiones, que disponían de suficientes vacaciones, que la liga empezaba en septiembre para evitar los rigores del calor de nuestro agosto.  Los grupos de clasificación de selecciones incluían solo cuatro equipos y no se incluía a aquellos muy por debajo del nivel.  La Copa de Europa tenía un máximo de nueve partidos y la liga se componía de dieciocho equipos.
Hubo un tiempo en que la Copa del Mundo marcaba la pauta del fútbol del momento, competición en la que brillaban las grandes figuras, que llegaban en plenitud de forma porque la temporada permitía respiros.  Tanto a la Copa del Mundo como a la Eurocopa acudían solo los mejores y se evitaba el exotismo que conlleva la ampliación del número de selecciones, que solo suponen un mayor desgaste y unos resultados que falsean la realidad porque, como hoy, los centroamericanos, africanos y asiáticos estaban muy lejos de europeos y sudamericanos.  Pero, por entonces, se respetaba a los mejores, que jugaban siempre.  Es que podían demostrar que eran los mejores.
Hubo un tiempo en que se empezaba a hablar del problema del negocio del fútbol: que si el dinero lo estropea todo o que los jugadores ya no sienten los colores.  Hoy, unas tres décadas después, nos reímos de aquellos aficionados que pensaban que su amado fútbol había perdido su esencia.  Quien en aquella época se quedó y no vio lo que se nos ha venido encima, jamás pudo imaginar la deshumanización del deporte hasta el punto en que nos encontramos.  Así que no queda más remedio que agradecer a Youtube y a Fiebre Maldini que nos sigan ofreciendo el fútbol de los 70 y los 80, la era clásica, que fue a nuestro querido deporte lo que Grecia y Roma a la civilización occidental.