Hubo
un tiempo en que la unificación horaria era una virtud, que los equipos del
norte acostumbraban a jugar a las cuatro y los del sur a las seis, así que se
decidió que todos los partidos debían comenzar el domingo a las cinco de la
tarde, lo que permitía un carrusel radiofónico memorable. En aquel tiempo los transistores eran los
grandes protagonistas de las tardes de los domingos. Las excepciones las protagonizaban los partidos
adelantados al sábado por competiciones europeas y el partido ofrecido por
televisión, compartiendo con la jornada sabatina de baloncesto otro
extraordinario carrusel. La televisión
ofrecía el mejor partido de la jornada, el de interés general, y se jugaba a
las ocho y media o a las nueve, para que los espectadores pudieran llegar a
casa antes de medianoche y para que los telespectadores no se quedaran dormidos
en el sofá. Y, por supuesto, lo ofrecía
la televisión pública. En este tiempo ya
existía Estudio Estadio, que era un
programa de resúmenes de los partidos, con buen registro lingüístico, en el que
se hablaba en pretérito perfecto compuesto y jamás se oía término callejero alguno. Después llegaron las televisiones privadas, y
a una se le ocurrió que era mejor centrarse en lo que pasaba en la grada
(bocatas, mocos de niños, la abuela del Betis…) o seguir a algún jugador para
alimentar la polémica de sus actos.
También esta cadena entendió que era mejor pagar, así que los ricos
empezaron a ver un partido los domingos a las siete y media, y los pobres nos
conformábamos con intentar descifrar, en método codificado, igual un balón el
domingo por la tarde que un pezón el viernes de madrugada.
Hubo un tiempo en que los niños
soñábamos con el fútbol, y no queríamos ser entrenadores sino jugadores,
periodistas, polis montados a caballo o vendedores de almohadillas. Qué importaba, lo único necesario era el olor
a césped cortado y recién regado, y a puro, y al viento de la tarde que, poco a
poco te estremecía. El bocata y la bota
de vino en el descanso, las pipas, el vendedor de coca-colas con su cubo lleno
de hielo colgado al hombro, paseando por la grada y gritando la mercancía. En aquel tiempo, nadie llevaba la camiseta de
su equipo (¡quién podía permitirse tal dispendio!) pero sí una bandera. Y en el fondo ondeaban las más grandes,
preciosas, generando un colorido espectacular.
Hubo un tiempo en que nos
sabíamos los nombres de los estadios por los goles cantados en la radio por
narradores que reconocíamos al instante, que en prensa solo se trataban los
temas importantes, que las columnas se reservaban para las mejores plumas, que
los comentaristas de televisión sabían distinguir la pausa televisiva ante el
espectador activo, que ya dispone del elemento visual, de la ferocidad del
micro radiofónico ante el espectador impaciente por tratar de imaginar lo que
no puede ver.
En aquel tiempo, podíamos reconocer un estadio con solo
echar un rápido vistazo, igual que los equipos contendientes porque los colores
no admitían discusión (tampoco los segundos colores). Aquellos estadios rebosaban de vida, no se
llamaban Nuevo Estadio porque eran el original y tenían alma propia porque eran
al club mucho más que un lugar de juego.
Se jugaba en Atocha, en Sarriá, en La
catedral, en el Luis Sitjar, en el Insular y en tantos otros que no
representaban la megalomanía de sus presidentes, sino el espíritu del
Naranjito, que tanto ayudó a colocar a nuestro país, en plana Transición
democrática, en el escenario mundial.
Hubo un tiempo en que los equipos eran inconfundibles
porque sus plantillas eran duraderas, porque la gente de la tierra era
mayoritaria y solo se admitía la presencia de dos extranjeros por
plantilla. Los equipos no fichaban más
de dos o tres jugadores y se recriminaba a quien se excedía. En aquel tiempo las camisetas se numeraban
del 1 al 11 porque importaba la posición que el número indicaba y no el
portador de la prenda, el Balón de Oro no tenía valor altamente reconocido
porque los premios individuales se supeditaban a los logros colectivos, nadie
se señalaba el nombre en la camiseta tras marcar un gol porque no existían,
porque la camiseta era del club, idéntica para todos y no para cada jugador. En aquel tiempo los jugadores celebraban los
goles con alegría y con los brazos alzados en señal de “V” de victoria. No se concebía la celebración rabiosa, la
autoafirmación, las celebraciones escenográficas de mal gusto ni levantarse la
camiseta. Esto último es normal: nadie
tenía que mostrar sus abdominales poderosas, que se consideraban buen logro
para un atleta pero no para un futbolista, que era, por lo general, espigado, delgado
y feo. Pero llegó Julen Guerrero y las
fans enloquecieron, como con sus cantantes favoritos, y llegó la prensa rosa, que
se metió en el vestuario como venían haciendo en las plazas de toros, y las
medias dejaron de estar caídas para mostrar una pose de deportista, alejada del
ser desgarbado pero hábil y rápido. En
aquel tiempo, la técnica se imponía a la táctica, los ataques a las defensas y
la velocidad a la fuerza.
Hubo un tiempo en que se respetaban las etapas vitales del
hombre y el fútbol base era cosa de los clubes no del público en general. El aficionado seguía al filial pero se
respetaba a los niños y a los juveniles, y no se televisaban sus partidos para
permitirles madurar.
Hubo un tiempo en que las pretemporadas eran diseño de los
técnicos, que proponían una breve concentración y gran cantidad de partidos en
España. Los grandes trofeos eran el
Carranza, el Teresa Herrera, el Colombino o el Ciudad de la Línea. Allí siempre acudían los grandes, que
empezaban a mostrar su nuevo perfil de cara a la temporada que se avecinaba. También se jugaba en Alicante o en Mallorca,
para que los aficionados que se encontraban en la playa pudieran acudir ya a
ver a su equipo. En aquel tiempo, los
dos grandes de la capital tenían un gran torneo veraniego, que no se jugaba
contra un equipo de orden muy inferior, sino contra un grande europeo. No era un torneo para guiris, sino el primer partido “oficial” porque el aficionado ya
estaba deseoso de grandes sensaciones.
Hubo un tiempo en que los grandes de Europa apenas se veían
las caras pero, cuando lo hacían, había algo muy grande en juego. Estas eliminatorias eran míticas y se
recuerdan en las mentes de los aficionados por muchos años que hayan
pasado. Los partidos para sumar puntos
en liguillas insípidas, con afán recaudatorio no entraban en la mente de ningún
aficionado. En aquel tiempo, el campeón
de Europa era el mejor equipo de Europa, no el más resistente a lo largo de los
meses. Nadie tiraba una competición: la
Copa del Rey y la Copa de la UEFA tenían un gran valor. Eran, como hoy, las competiciones de la
ilusión por jugar al fútbol.
Hubo un tiempo en que se respetaban los tiempos de
descanso, que los jugadores jugaban solo un partido semanal en muchas ocasiones,
que disponían de suficientes vacaciones, que la liga empezaba en septiembre
para evitar los rigores del calor de nuestro agosto. Los grupos de clasificación de selecciones
incluían solo cuatro equipos y no se incluía a aquellos muy por debajo del
nivel. La Copa de Europa tenía un máximo
de nueve partidos y la liga se componía de dieciocho equipos.
Hubo un tiempo en que la Copa del Mundo marcaba la pauta
del fútbol del momento, competición en la que brillaban las grandes figuras,
que llegaban en plenitud de forma porque la temporada permitía respiros. Tanto a la Copa del Mundo como a la Eurocopa
acudían solo los mejores y se evitaba el exotismo que conlleva la ampliación
del número de selecciones, que solo suponen un mayor desgaste y unos resultados
que falsean la realidad porque, como hoy, los centroamericanos, africanos y
asiáticos estaban muy lejos de europeos y sudamericanos. Pero, por entonces, se respetaba a los
mejores, que jugaban siempre. Es que
podían demostrar que eran los mejores.
Hubo un tiempo en que se empezaba a hablar del problema del
negocio del fútbol: que si el dinero lo estropea todo o que los jugadores ya no
sienten los colores. Hoy, unas tres
décadas después, nos reímos de aquellos aficionados que pensaban que su amado
fútbol había perdido su esencia. Quien
en aquella época se quedó y no vio lo que se nos ha venido encima, jamás pudo
imaginar la deshumanización del deporte hasta el punto en que nos
encontramos. Así que no queda más
remedio que agradecer a Youtube y a Fiebre
Maldini que nos sigan ofreciendo el fútbol de los 70 y los 80, la era
clásica, que fue a nuestro querido deporte lo que Grecia y Roma a la
civilización occidental.
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